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Una política contradictoria

Según los expertos, la Argentina solidaria, de "puertas abiertas" a la inmigración, ofrece en los hechos una realidad muy diferente: buena parte de los recién llegados se ven condenados a la miseria y al trabajo forzado
Luciana Malamud
Para LA NACION

Domingo 06 de febrero de 2011 | Publicado en edición impresa
Una política contradictoria
Protesta de obreros bolivianos de la industria textil en la Ciudad, en 2006: más de 1500 personas denunciaron métodos de trabajo cercanos a la esclavitud. Foto LA NACION / ARCHIVO DYN
Delia le creyó a su tía cuando le prometió un buen sueldo y la posibilidad de terminar los estudios en Buenos Aires. Los problemas económicos de su familia la habían obligado a dejar la carrera de Ciencias de la Comunicación en cuarto año por un trabajo de muchas horas y muy mala paga en La Paz, Bolivia. Suponía que en el país vecino tendría la posibilidad de recibirse y ahorrar para mandar dinero a sus padres. Pero la desilusión llegó rápido. Su tía y el marido la metieron en el taller de costura que regenteaban, le pagaron un tercio de lo que le habían dicho, y no tuvo más vida hasta mucho tiempo después.
Delia tuvo suerte, sin embargo. Dejó el taller y regresó a Bolivia. La realidad la obligó a emigrar nuevamente y decidió volver a Buenos Aires, pero esta vez sabiendo que no sería de la misma manera. Ya lleva 7 años en la Argentina. Vive con Juan, también boliviano, y con la hija de ambos, argentina. Trabaja en una fábrica textil y participa activamente en la difusión de derechos junto con otros jóvenes en la organización que fundaron hace 3 años, Simbiosis Cultural. De los 50 integrantes originales, 40 trabajaban en talleres. Hoy sólo queda uno, que después de 5 años pudo comprarse una casa en Bolivia.
"Yo pensé lo que piensa la mayoría: me voy un tiempo para ahorrar. Pero no podés ahorrar casi nada", dice Delia, en un cuarto de la casa que alquilan con otras compañeras como sede de su editorial Retazos, en Villa Crespo. "Lo peor es que no sabés nada del país a donde llegás. Y encima te dicen que si no tenés documento, te van a deportar. Entonces te hacen trabajar muchas horas, te pagan mal, Van pasando los años, terminás armando tu familia y haciendo tu vida acá."
En las últimas décadas, Argentina se convirtió en el país de mayor recepción de inmigrantes en América latina. Es un país de puertas abiertas, sobre todo a partir de la sanción de la nueva Ley de Migraciones, en 2004, que reemplazó la "Ley Videla", de 1981, y habilitó la regularización de buena parte de los extranjeros provenientes de países del Mercosur y asociados, con un énfasis puesto en la igualación de derechos entre nacionales y extranjeros.
Los investigadores aseguran que la nueva ley representa un gran avance, y coinciden en que ninguna política restrictiva desalienta la inmigración sino sólo la ilegalidad y la precariedad de quienes se van quedando. También los representantes de las comunidades de inmigrantes admiten que la ley 25.871 implicó una mejora, pero con eso no alcanza: las malas condiciones de vivienda y de trabajo siguen siendo la regla para la mayoría de los que llegan, casi siempre por invitación de un familiar, porque aun así están mejor que en sus lugares de origen.
"El aumento de inmigrantes en las ciudades requiere respuestas en materia de vivienda, salud, educación y ordenamiento de la población en el territorio", afirma Lelio Mármora, director de la Maestría de Políticas de Migraciones Internacionales de la UBA.
Los expertos en inmigración coinciden en que ningún extranjero viene porque quiere, sino que siempre hay una necesidad. No es fácil llegar, ni quedarse, ni conseguir trabajo o vivienda. Como tampoco lo fue para los inmigrantes de principios de siglo pasado ni lo es para jujeños, salteños, chaqueños o formoseños que migran en su propio país.
Cien años atrás, un tercio de la población era extranjera. Según el censo de 1960, lo era un 13%. En 2001 bajó a 4,2%, y hoy, todavía sin las cifras oficiales del último censo, se estima un porcentaje similar. La diferencia es que en 1900 venían, en su mayoría, obreros de países europeos, mientras que a partir de los años 60 comenzó a darse más fuertemente la inmigración regional. El objetivo fue siempre el mismo: buscar una vida mejor para ellos y sus hijos.
Pero la Argentina los recibe como puede. Hay una marcada distancia entre las "puertas abiertas" a la inmigración que se enuncia como política solidaria hacia los países vecinos y la realidad con que esos inmigrantes se encuentran una vez dentro. Quienes llegan de Bolivia, Perú o Paraguay no siempre lo hacen con oficio previo y aceptan casi cualquier actividad. En la fábrica donde trabaja Delia, de 8 a 16, hacen ropa para conocidas marcas de indumentaria deportiva que se vende en los centros comerciales a muy alto valor. "Somos unos 500, entre extranjeros y argentinos. A todos nos pagan una miseria, no les interesa si sos inmigrante o no. Y aunque hay representantes sindicales, a cualquiera que quiera reclamar lo despiden", cuenta.
El textil, como la construcción, el servicio doméstico y la horticultura, son los sectores de mayor informalidad y en los que más se insertan los inmigrantes. Según la consultora SEL, ganan un 30% menos que los argentinos, incluso en comparación con los de menor preparación, como quienes llegan del norte.
"Hay consenso sobre la estrategia regional en materia de migraciones, pero hay que tratar de generar procesos de igualación de derechos. No podés permitir el trabajo esclavo o en negro, sean inmigrantes o no los perjudicados. Están los instrumentos y el Estado debe estar más presente. No es sólo el derecho a estar acá sino a que se contemplen todas las leyes", señala Alejandro Grimson, director del Instituto de Altos Estudios Sociales (Idaes) de la Universidad de San Martín.
Regularización y trabajo en negro
La facilitación de los trámites y la lucha contra el trabajo en negro son parte de esas políticas que se reclaman con mayor urgencia. Según datos oficiales, el trabajo informal bajó un 15%. Y en esto tuvo mucho que ver la regularización de los trabajadores inmigrantes que pudieron acceder a nuevos empleos.
"Tener documento implica inclusión", afirma el flamante Embajador de Paraguay, Gabriel Enciso. "Para nosotros el mayor problema es la falta de documentación. Entre 2006 y 2010 se regularizaron 248.000 paraguayos. Si bien el ascenso social es difícil, se nota la mejora en el acceso a la educación, a la salud, y eso está muy relacionado con el paso de la informalidad a estar en blanco."
Los consulados, hasta hace poco, eran sólo agencias de trámites y recaudación, coincide Enciso con los especialistas. Por eso tampoco ayudaron a que la situación de sus compatriotas mejorara. El cónsul de Bolivia, Antonio González Oña, asegura que no pueden hacer nada frente a las denuncias de explotación en talleres textiles o en el campo, por ejemplo.
"Se tendría que terminar el trabajo en negro de los productores, pero ¿quién va a tirar la primera piedra?", observa el investigador Roberto Benencia. "De esto se aprovechan todos: hay toda una economía sumergida que subsiste por esta forma de trabajo. No es un problema de los migrantes, es un problema del sistema."
Para Diego Morales, director de Litigio y Defensa legal del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), que tuvo participación activa en la formulación de la nueva ley, no hay un modelo similar de gestión migratoria en el mundo, apoyado en controlar los ingresos con un enfoque de derechos humanos. Pero señala también las carencias del sistema. "Ahora lo que hay que hacer es compatibilizar lo que establece la ley con otras disposiciones de trabajo, vivienda o seguridad social."
"El 65,4% de las personas que vienen de países limítrofes y Perú se concentran en el área metropolitana de Buenos Aires. De los bolivianos, sólo el 22% se queda en las provincias del norte (Salta y Jujuy), y el resto se diversifica en el resto del territorio, con un alto porcentaje en Buenos Aires. El 44% de los peruanos vive en la Ciudad de Buenos Aires, y el 66% de los paraguayos en el conurbano. Esta concentración en áreas urbanas es lo que hace visibles a las comunidades extranjeras. Hace 30 años, se quedaban más en las fronteras.
Buenos Aires tiene mayor porcentaje de inmigrantes que el resto del país porque es donde hay más posibilidades de trabajo, y en general se están integrando los sectores más pobres.", explica Grimson. Señala también lo que muchos: hay más déficit habitacional que inmigrantes. "Si no tenés dónde instalarte, terminás haciéndolo irregularmente. No hay planificación urbana", afirma. "En todo el país hay asentamientos, y esto tiene mucho que ver con las migraciones temporales. O se discuten posibilidades de política de tierras, vivienda y urbanización, o la Argentina está en serios problemas más allá de los inmigrantes. Los últimos conflictos en la Ciudad pusieron en debate políticas públicas en general", dice en alusión a la ocupación, en diciembre, del parque Indoamericano.
"Una mayoría de compatriotas arranca en la villa, y en muy poco tiempo se hace su casita", dice Salomón Ramírez Santa Cruz, vicepresidente de la Federación de Paraguayos en la Argentina. Sabe de qué está hablando. Vive en Buenos Aires desde 1975 e hizo ese mismo recorrido junto con su familia.
Muchos paraguayos vienen del campo, cuenta, donde cada nueva hectárea de soja expulsa un pobre. "En mi pueblo era todo selva y ahora son sojales. Eso es una causa muy fuerte de migración: es gente que está acostumbrada a tener su tierra con cultivo, aunque sea de subsistencia." Pasan primero por Asunción y terminan desembarcando en Buenos Aires. Salomón pudo terminar acá la secundaria y sus hermanos estudiar en la universidad. Hoy se ocupa del negocio del calzado que les dejó el padre, un soñador socialista que logró lo que buscaba para sus hijos.
Para evitar fantasmas, los investigadores afirman que el impacto de los extranjeros sobre los puestos de trabajo es muy bajo, del 5% según la consultora SEL, que dirige el economista Ernesto Kritz.
"La merma de la fuerza de trabajo en la Argentina no logra sostener hoy a los jubilados, por lo tanto se necesita mayor fuerza de trabajo para sostener el sistema previsional", opina el investigador Gerardo Halpern, investigador sobre la inmigración paraguaya. "La nueva ley está bien, pero la Argentina debería tener una política de inmigración más activa que la que tiene. Para producir más, necesitás más fuerza de trabajo, y la inmigración -reflexiona- contribuye a reequilibrar esos diferenciales. Hoy se privilegia al Mercosur, más adelante el país debería ampliar esa frontera".
© LA NACION
248.000 
ciudadanos paraguayos
lograron regularizar su situación migratoria entre 2006 y 2010, según fuentes de la embajada de Paraguay.
30% 
menos que los argentinos
ganan los inmigrantes en los sectores informales que más mano de obra utilizan: el textil, la construcción, el servicio doméstico y la horticultura.
5% 
es el impacto de los extranjeros
sobre el total de los puestos de trabajo que se encuentran disponibles en nuestro país. .




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La violencia en la historia argentina reciente: un estado de la cuestión

LUIS ALBERTO ROMERO1



QUÉ CUESTIÓN


El propósito de este ensayo es analizar la producción referida a una parte de la historia reciente: “la historia que duele”, “qué cosa le hizo cada uno a otro” son formas sencillas de definirla. Una definición más precisa remite, como tópico central, a la violencia política y a su contexto de producción y de aceptación. Así definidos, aún son imprecisos los límites de la inquisición: un cierto grado de violencia es infortunadamente constitutivo de la existencia tanto del estado como de la sociedad civil, y es frecuente que parte de esa violencia se despliegue en el ámbito político. De modo que nuestro análisis remite a un objeto delimitado por un cierto grado de desmesura en una práctica habitual, a la que una sociedad no llega abruptamente, de un día para otro, y de la que tampoco se libra de manera tajante.

Usualmente, el tema de la violencia en la Argentina toma como centro la represión ilegal y clandestina llevada a cabo por el estado entre 1976 y 1983, durante la reciente dictadura militar, el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional; usaré en lo sucesivo una forma consagrada, sintética y escarnecedora: el Proceso. En mi opinión, ese episodio es inseparable del inmediatamente anterior, que transcurre aproximadamente entre 1969 y 1976, en que el uso de la violencia política se tornó normal y en cierto modo aceptado por buena parte de la sociedad. El trabajo se referirá a ese núcleo temporal y temático, pero no se limitará a esos años. Por una parte, habrá que examinar, aunque con menor intensidad, los procesos constitutivos de esa normalidad violenta; en particular lo ocurrido desde el final del gobierno peronista en 1955, aunque también se revisarán algunas características de la experiencia política del siglo XX. Por otra, extenderé el examen a los años posteriores a 1976: el final de la dictadura militar fue acompañado de un examen social categóricamente crítico de la violencia, al que acompañó un procesamiento de aquella experiencia, aún no terminado. En él, distintos protagonistas, individuales y colectivos, respondieron aquellas preguntas iniciales, examinaron causas y responsabilidades, y a la vez consideraron las secuelas de la experiencia de la violencia.

Para desarrollar una revisión de lo mucho escrito sobre este tema, y definir un criterio de selección, ordenaré los textos según algunas grandes categorías. Hay textos académicos –entre los cuales podrán distinguirse los específicamente historiográficos de aquellos provenientes de las otras ciencias sociales–, obras de corte militante, trabajos de investigación periodística y textos testimoniales. Pero tal clasificación no es nunca taxativa, y menos en este campo de “la historia que duele”. En la conciencia de cada investigador –como en el vizconde de Ítalo Calvino– coexisten dos mitades, la del académico y la del ciudadano, muy difíciles de separar cuando trata temas que involucran su experiencia o su identidad. Por otra parte, en este terreno la investigación académica –y mucho más la histórica– es incipiente y débil, mientras que la investigación periodística ha avanzado más rápidamente, con resultados muchas veces más que estimables, de modo que a la hora del balance es imprescindible incluir eso que se ha llamado el draft de la historia.

En suma, trataré de seguir la línea principal de la investigación académica; dentro de ella, subrayaré lo que es más propio de la investigación histórica, un atributo que no necesariamente coincide con lo que es la formación o la adscripción profesional de los autores. Incluiré lo más relevante de los otros campos, sobre todo cuando estos “comodines” (jokers) sean insustituibles. En la presentación procuraré combinar tres criterios: la explicación de lo que a mi juicio son los temas relevantes, los enfoques predominantes en la bibliografía, según escuelas y también según épocas –creo quegrosso modo puede distinguirse la producción por décadas, desde 1970– y los aportes singulares de los principales autores. De ellos, subrayaré aquellos que, aún sin ser los centrales de sus análisis, concurren en mi opinión a una explicación de “la historia que duele”. Con ese orden consideraré primero dos grandes períodos de la historia más reciente –antes y después de 1976– para concluir con una evaluación de lo que queda por hacer, las prioridades y las posibilidades.



HASTA 1976

La naturalización de la violencia política se relaciona con procesos de diversa índole, muchos de ellos de larga duración. Pero existe un consenso acerca de su condensación a partir del fin del gobierno peronista, derribado por un golpe militar en 1955. Desde ese año se desarrollan dos series de cambios concurrentes: la creciente y decisiva presencia de empresas de capital extranjero, que dinamiza el funcionamiento de la economía y altera la relación entre los intereses; por otra parte, la proscripción del peronismo, que genera grandes conflictos en el plano sindical y en el político. Ambos factores se entrelazan de manera íntima y compleja, de modo que abordaremos una misma cuestión examinándola desde distintos puntos de vista para señalar los principales aportes existentes respecto de cada aspecto del problema.


Los procesos constitutivos de la violencia política

No se tratará aquí de explicar los orígenes de la violencia política, una cuestión que obligaría a reconstruir la totalidad de la experiencia histórica de la sociedad y a remontarse a etapas muy anteriores al siglo XX. Más simplemente, a partir de las características observables de esta violencia en el período álgido entre 1970 y 1983, se remontará cada uno de esos hilos hasta donde sea necesario para que sean comprensibles.


a. El estado y las corporaciones

A menudo se ha señalado que uno de los disparadores de la violencia social y política de los años setenta se encuentra en la manera enconada en que se desarrollaron los conflictos de intereses en los años previos. Sus protagonistas fueron las organizaciones corporativas que los representaban –empresariales y laborales–, y un estado que unía una gran capacidad de intervención en la actividad económica, para asignar beneficios u orientar ingresos, con una debilidad también grande frente a las presiones de dichos intereses. El momento culminante fueron las crisis, ocurridas con regularidad cada tres años; la devaluación de la moneda, que era el instrumento para resolverlas, empujaba a cada sector a defender sus ingresos presionando al estado para que tomara medidas que acarreaban una ventaja o privilegio. Por otra parte, en los años que van de 1955 a 1966 hubo una situación de estancamiento en la resolución de los conflictos, en la definición de un ganador neto y de una línea de acción estatal coherente. A esta situación se propuso poner fin el gobierno militar de 1966 (general Onganía), utilizando la autoridad del estado en favor del sector más concentrado del empresariado. El fracaso de este intento desencadena la crisis analizada en el apartado “La violencia política, 1968-1976”.2

En los años sesenta, en el contexto de una importante renovación académica (véase el punto e. Tradiciones ideológicas y culturales), muchos científicos sociales buscaron explicaciones para la renovada conflictividad social, que contrastaba con la relativa calma de la década peronista. La corriente principal de la sociología, orientada por Gino Germani, se concentró en aquella etapa y en los procesos formativos del peronismo. Quienes analizaban la conflictividad contemporánea –impulsado por motivaciones académicas y también políticas– se apoyaron principalmente en el marxismo, en su versión clásica o en las renovadoras: Marx, Lenin, Mao, Gramsci, Althusser. Sus trabajos, limitados por la comprensible escasez de investigaciones de base en que sustentarse, consistieron sobre todo en elaboraciones teóricas, con una moderada reflexión acerca de la adecuación de esas teorías a las circunstancias locales.

Consideraremos dos trabajos, característicos e influyentes, publicados en 1972, de Mónica Peralta Ramos y Juan Carlos Portantiero.3 Ambos recogían la tradición marxista, particularmente la de Antonio Gramsci, uno de los autores más leídos por la llamada “nueva izquierda”. Para ambos, la “contradicción principal” enfrenta al imperialismo y el proletariado, términos habituales en los análisis marxistas, pero con referentes específicos en este caso. El primero se aplicaba a los Estados Unidos y también al sector económico más concentrado y “monopólico”, ubicado en las áreas dinámicas de la economía, donde efectivamente predominaban las empresas de capital extranjero. El “proletariado” era identificado con la clase obrera peronista. La decisión de subrayar la dimensión “obrera” por sobre la peronista –al igual que la elección de la dupla imperialismo/proletariado, en lugar de otra habitual: imperio/nación– implicaba una fuerte toma de posición, tanto teórica como política, que separaba a este grupo de autores de otros de filiación más cercana al peronismo.

Peralta Ramos4 desarrolla el primer nivel del análisis propuesto por Gramsci: las clases fundamentales, sus intereses, sus proyectos y las alianzas posibles, relacionados con los modelos de acumulación. Distingue una etapa en la que predominó la extracción de la plusvalía absoluta, correspondiente al período anterior a 1943; luego, la década peronista, en la que la acumulación capitalista se desarrolla con una sustantiva distribución del ingreso, en el contexto de la ampliación del mercado interno y la transferencia de beneficios desde el agro hacia el sector industrial urbano. La tercera etapa –que enmarca la nueva conflictividad– se define por el predominio de la extracción de la plusvalía relativa, en el contexto de extranjerización y racionalización capitalista posterior a 1958. Así, las categorías de El capital, sin grandes ajustes, explican el ciclo argentino. La crisis que se desencadena con el Cordobazo (un alzamiento popular ocurrido en 1969) obedece al enfrentamiento entre el nuevo sector –el “imperialismo”–, con la clase obrera, principal perjudicada, y otras fracciones capitalistas arcaicas, en retirada pero capaces aún de dar lucha.

Portantiero5 avanza hacia el segundo nivel de Gramsci: el de las “fuerzas sociales” y la política. Precisa el perfil de los representantes políticos de las clases y agrega otros actores propios de este escenario: las Fuerzas Armadas y los partidos políticos, aunque para señalar que éstos usualmente representan a la burguesía nacional. Señala la asincronía entre el nivel estructural, donde domina el capital extranjero y el imperialismo, y el nivel político, donde sus representantes no logran imponer su hegemonía y doblegar a quienes representan al proletariado y a capas residuales de la burguesía. Insumisos y con capacidad para bloquear la alternativa potencialmente ganadora, estos sectores tampoco pueden imponer una alternativa propia, que incluso ni siquiera han proyectado, y todo lleva a una situación de “empate”, de bloqueo recíproco que mantiene viva y exacerba una conflictividad social que ni desborda ni se encuadra. Portantiero y Peralta Ramos coinciden en que la Revolución Argentina de 1966 rompe el empate y pone la autoridad de la dictadura al servicio del gran capital imperialista, que así empieza a afirmar su hegemonía, aunque sin llegar a conformar un “consenso”.

Estos trabajos se produjeron sobre un campo casi virgen. Aunque el sesgo ideológico y político era muy fuerte, se proponían ser rigurosos, y lo eran en muchos aspectos, particularmente el del análisis teórico a partir de las premisas del marxismo. Su mayor debilidad está en la base empírica: en general, no produjeron su propia evidencia. Se basaron en la bibliografía existente, escasa, poco rigurosa y a menudo difícil de adecuar a las claves marxistas; también en las estadísticas oficiales, que aluden a variables similares a las marxistas, pero no exactamente asimilables. Cuando estos autores encaran el complicado proceso social y político posterior a 1969, las categorías teóricas dejan lugar a la elaboración de la propia experiencia, volcada en términos más llanos, que en el caso de Portantiero se traduce en reflexiones e ideas brillantes. En suma, hoy diríamos que estos trabajos son más bien propuestas de investigación, con hipótesis sugerentes, antes que investigaciones concluidas. En su momento, suministraron la primera y única base para analizar la conflictividad social posperonista.

Sobre estos mismos temas escribió algo después y en clave un poco distinta Guillermo O’Donnell. Sus textos combinan aportes de la versión marxista, construida entre otros por los autores mencionados, con los provenientes de la literatura de la dependencia y otros más específicos de la ciencia política y la corriente de la “elección racional”. Esta matriz se aprecia en el modo de caracterizar a los actores políticos, a la vez enraizados en las estructuras de la sociedad e instalados en un escenario en el que cotidianamente pueden elegir, con pleno conocimiento de las circunstancias, la opción más adecuada para sus intereses, claros y distintos.

En un trabajo breve,6 O’Donnell explica las características del período anterior al golpe militar de 1966. Los actores que utiliza son acotados en número y no muy diferentes de los considerados por Peralta Ramos y Portantiero: la “gran burguesía urbana monopólica”, la “burguesía agraria”, la “burguesía urbana” –el empresariado nacional, volcado al mercado interno–, y el “proletariado”. En suma: dos clases principales, una de ellas desplegada en tres fracciones. Ningún rasgo político, del “segundo nivel”, matiza esta caracterización, que se limita a una representación política de intereses corporativos. La novedad es la inclusión de otro actor principal: el estado, entendido no sólo como “institución” sino como “entramado de relaciones de dominación política” que sostiene y reproduce la “organización de clases” de una sociedad. El estado tiene una gran capacidad para otorgar y repartir beneficios, prebendas, privilegios y excepciones. Sus acciones son habitualmente el producto de presiones recibidas de aquellos actores, que en ocasiones actúan en forma singular y en otras se coligan en alianzas para alcanzar las prebendas.

En esta versión, los actores pueden elegir entre la opción preferida y una segunda, también buena; su elección modifica el cuadro de alianzas y redefine situaciones y equilibrios. La gran burguesía urbana monopólica –el actor con más capacidad para definir el juego– puede optar entre un contexto “liberal” de políticas “ortodoxas” y otro “populista”. En un caso, se acerca a la burguesía pampeana y en el otro a la burguesía urbana. En ambos genera contra alianzas; la que reúne a la burguesía urbana y el proletariado, aunque “esporádica”, es resistente, “defensiva” y en general exitosa. Las figuras del conflicto, cambiantes y repetidas a la vez, evolucionan sin modificar una situación sustancialmente estática, en la que O’Donnell ve una suerte de rebelión crónica de la sociedad civil contra el estado, destinada a capturar sus decisiones.

La ruptura de este equilibrio es el tema del libro que O’Donnell dedicó al período de la Revolución Argentina, entre 1966 y 1973.7 Aquí elabora una categoría que tuvo amplia difusión: el “estado burocrático-autoritario”, asociado con la construcción política e institucional del general Onganía. Como habían señalado Peralta Ramos y Portantiero, tal estado logrará impulsar un desarrollo capitalista “normal”, basado en el desarrollo del sector de la burguesía monopólica. Someterá y disciplinará a los otros actores que hasta entonces habían logrado bloquear eficazmente su consolidación, y además disciplinará al propio sector monopólico, impulsándolo hacia un comportamiento basado en la eficiencia y alejado de las conductas prebendarias. Para ello, habrá reglas claras, que serán mantenidas sin variaciones, hasta convencer al conjunto de que el viejo juego ha terminado.

El dibujo teórico de O’Donnell no se completó con una investigación ad hoc. Sus categorías generales no se traducen en otras operacionales, más pegadas a la materia a tratar, y hay una brecha entre los conceptos teóricos postulados y el relato del devenir histórico, sugerente pero convencional. Algunas ideas son iluminadoras, y constituyen aportes de importancia para explicar una dimensión de la violencia. Su dibujo de las relaciones y alianzas cambiantes antes de 1966 concluye con una imagen: la “danza frenética” en la que, sin cambiar sustancialmente ni los actores ni los objetivos, el movimiento se dispara en espiral. O’Donnell deja planteado este pasaje de lo cuantitativo a lo cualitativo, por el que los conflictos regulados devienen en violencia descontrolada. Otro hallazgo es la imagen de un estado poderoso y colonizado a la vez, que interviene en infinidad de asuntos y reparte beneficios, pero tiene instalado el conflicto en su seno y carece de herramientas tanto para trazar una política autónoma de largo plazo como para evitar que los conflictos corporativos se desborden.

Esta idea se diluye en su libro, donde por el contrario se pone el acento en la unidad de acción estatal, orientada de manera coherente a lograr una normalidad capitalista. La imagen recoge sin duda una parte de la realidad, pues esos años fueron los últimos en los que puede hablarse de un estado potente, que hace algo deliberadamente.8 El sesgo que O’Donnell da a su estudio deja fuera otra parte de la realidad. Es dudoso que los empresarios apostaran plenamente a una “normalidad capitalista” fundada en la eficiencia y en la competitividad, y renunciaran a la búsqueda de prebendas. También es dudoso que, en algún momento, ese estado alcanzara una unidad de acción y propósito tal que justificara la construcción teórica señalada.

Una constatación de esa limitación se encuentra en uno de los escasos análisis empíricos del comportamiento sectorial del estado disponibles: el que realizó Susana Belmartino sobre la corporación médica.9 En una parte de su trabajo analiza la política estatal para el sector en los años de los presidentes militares (1966-1973). Se constata allí que, en el ámbito de un mismo Ministerio (el de Bienestar Social), en oficinas quizá contiguas, dos poderosas corporaciones negociaron durante años con dos funcionarios estatales diferentes –el secretario de Salud Pública y el ministro de Bienestar Social, su jefe– propuestas sustancialmente diferentes para la Salud Pública. Una involucraba a la corporación médica y apuntaba a un sistema de salud único, vieja aspiración de los médicos progresistas. La otra implicaba a la dirigencia sindical y llevaba a una ampliación del sistema de obras sociales, el botín más preciado de dicha dirigencia. Lo notable en este ejemplo, admirablemente reconstruido, no es tanto que triunfara el proyecto del ministro y los sindicatos sino que tales negociaciones, que desnudan la incapacidad del estado para formular y sostener una política en un campo tan crucial, se llevaran a cabo bajo un gobierno como el del general Onganía, quien hacía gala de haber establecido la unidad de mando en el estado.

En otro libro se encuentra un escenario de estos conflictos de intereses bastante más complejo que el que dibuja O’Donnell. Se trata de la biografía de José Ber Gelbard escrita por María Seoane.10 La imagen de Gelbard es contundente: quien fuera organizador y jefe de la Confederación General Económica y la cabeza del llamado “empresariado nacional”, antes de ser ministro de Economía del tercer gobierno peronista, era en realidad un formidable lobista, cuya presencia atraviesa todas las fracciones de clase y protagoniza, él solo, todas las alianzas de clase que los autores académicos pueden imaginar. Era, sobre todo, un lobista empresario que tenía algo perfectamente claro, como demostró con el proyecto de la planta de aluminio Aluar: para “hacer plata” lo primero es saber exprimir al estado.

En suma, la bibliografía sobre este tema ha mostrado de manera contundente la importancia de este escenario donde los intereses corporativos compiten por obtener beneficios del estado, y la fuerza que potencialmente tienen los conflictos derivados de la puja entre actores corporativos. No fue raro que en ocasiones se apelara a la violencia para resolverlos.


b. El sindicalismo peronista, entre el escenario corporativo y el representativo

Entre 1955 y 1973, la cuestión peronista se instaló en el medio de todos los duros e irresolutos conflictos: según una expresiva definición de John William Cooke, se convirtió en el “hecho maldito”. El punto inicial fue la proscripción del peronismo en 1955, que planteó tres grandes problemas: la galvanización identitaria de la masa de trabajadores y su nucleamiento en torno de los sindicatos peronistas; la radical ilegitimidad del escenario representativo y democrático establecido por quienes derrocaron a Perón, y finalmente la cuestión de qué hacer con los peronistas, que dividió opiniones en cada uno de los partidos políticos, en las Fuerzas Armadas y en la Iglesia.

En los años de la Revolución Libertadora, la dura represión originó reacciones violentas aunque inorgánicas, luego bautizadas como “la resistencia”. Desde 1958 los trabajadores peronistas recuperaron sus sindicatos y la legislación reguladora, que los convertía en protagonistas privilegiados de la negociación corporativa, en circunstancias en que debían defender, con dificultad, el salario y el empleo. A través de los sindicatos los peronistas comenzaron a incursionar en el escenario electoral y partidario, tratando de eludir la proscripción. La figura de Augusto Timoteo Vandor permite entender la manera compleja en que se articularon los dos escenarios.

Ya se caracterizó la dinámica del escenario corporativo. El político tuvo un desarrollo limitado y condicionado, en parte por la ya mencionada proscripción peronista, que prolongó y profundizó la faccionalización de la política, en parte por la creciente intrusión de las Fuerzas Armadas, y en parte por la escasa convicción de los propios partidos políticos. A esos factores hay que agregar la compleja y errática actuación de Juan Domingo Perón, exiliado entre 1955 y 1972, que procuró conservar el liderazgo de un movimiento cada vez más diversificado, donde competían distintas tácticas y estrategias. El sindicalismo peronista se movió en ambos escenarios, el corporativo y el político, que consideraremos sucesivamente, para concluir con los aportes que desde estos problemas se han hecho a la explicación de la violencia.

Los autores tratados en el acápite anterior han elegido hablar de “trabajadores” o de “clase obrera”, colocando su identidad peronista en un plano adjetivo. Otros abordaron la cuestión del sindicalismo peronista, en algunos casos con las categorías de la sociología industrial y en otros con el utillaje de la tradición de izquierda. Así, se especuló sobre sus características tradicionales o modernas, y sobre el carácter de su conciencia, que para muchos era en realidad falsa conciencia. Por otra parte, se lo incluyó en la elástica categoría del “populismo”, quizá demasiado genérica para atrapar la especificidad de este objeto.11 Daniel James realizó el más importante e influyente estudio histórico sobre el sindicalismo peronista posterior a 1955, combinando preguntas relevantes y una sólida fundamentación empírica.12

James parte de la “experiencia” de los trabajadores peronistas –un concepto que remite a E. P. Thompson y Raymond Williams– para explicar las distintas opciones que la expresaron: la “resistencia” inicial y la posterior “integración”, remitiendo ambas a una experiencia común. Sobre la primera, subraya el efecto revulsivo y movilizador de la proscripción, completado con la represión de 1956 y el fusilamiento de civiles, que terminó de sellar esa conciencia resistente y combativa; se tradujo en acciones violentas y precarias organizaciones clandestinas, y en la formación de una nueva camada de dirigentes, moldeados por la acción “dura”, que incluía el sabotaje industrial y el pequeño terrorismo casero. La conclusión de James se distancia de la de quienes han hecho de la “resistencia” una narración heroica, que conduce al peronismo revolucionario de los años setenta. Para James, el horizonte de expectativas de estos movimientos no difirió de aquel del peronismo tradicional. Fueron las condiciones políticas y económicas posteriores a 1955 las que transformaron esta aspiración nostálgica en una exigencia revulsiva, que se mantendrá hasta la caída del gobierno peronista de 1976. Para James no se trata solamente de una “elección racional”, como la que propone O’Donnell y otros; lo que estaba en juego en esta actitud era un conjunto de prácticas sociales, previas y posteriores a 1955, combinadas con una cierta ideología y un tipo de cultura obrera, cuya potencial contribución a la violencia es clara.13

James ofrece una explicación compleja y no lineal de la potenciación de la violencia política, implícita en el peronismo posterior a 1955, pues incluye en la narración a la llamada “burocracia sindical” peronista, consolidada luego de 1958. Esta “burocracia” ha sido objeto de condena y execración por quienes analizaron el peronismo desde alguna de las perspectivas de izquierda, y se ha usado abundantemente expresiones como “traición” o “falsa conciencia”; como se verá más adelante, desde Montoneros y la “Tendencia Revolucionaria” se los acusará de “gorilas infiltrados”, ajenos a la identidad peronista, y de hecho, proveyeron de las primeras víctimas notorias a la violencia política.14 James subraya que, por el contrario, expresa una de las vertientes de la experiencia del sindicalismo peronista, y quizá la principal, pues ofreció a los trabajadores un ámbito de identidad, un respaldo para muchas circunstancias de su existencia y un instrumento idóneo para enfrentar el ciclo adverso de racionalización capitalista y para superar las peripecias de la puja distributiva. Fue un “gremialismo responsable”, que jerarquizó sus objetivos, supo presionar, conceder y defender. La nueva dirigencia se fue constituyendo en un grupo cerrado, en parte por su eficacia, en parte por el aprovechamiento de las disposiciones legales que la favorecían, y también por la apelación a la fuerza para disuadir a eventuales outsiders: surgieron grupos de guardaespaldas, en los que encontraron cabida muchos antiguos militantes de la “resistencia”, y el ejercicio de la violencia se transformó en un recurso habitual para dirimir los conflictos internos.15 A diferencia de la mayoría de los estudios sobre el “vandorismo” (por referencia a su dirigente principal, A. T. Vandor), para James, sindicato protector e identitario, y burocracia y matonaje son dos caras inescindibles del mismo proceso.

Ante la caducidad de las formas de representación política del peronismo, los sindicatos peronistas avanzaron para ocupar el lugar vacante. Su objetivo fue constituir un partido peronista obrero, que sería finalmente el sucesor de Perón. Según James, este propósito, que coronaría la “integración” del sindicalismo peronista, era tan pacífico y concordante como el reclamo de un buen capitalismo, pero resultó igualmente disruptivo para un sistema político precario, donde el antiperonismo duro seguía siendo fuerte. A la vez, despuntó otro conflicto: con Perón, cuya estrategia consistió principalmente en bloquear cualquier estabilización política que no lo incluyera. Este conflicto fue otra fuente de legitimación de la violencia. Para enfrentar a quienes actuaban de manera demasiado autónoma, Perón recurrió al expediente de animar al marginal sector “duro”, de militancia sindical y política y a elogiar sus formas de acción. En la parte final del punto e. Las organizaciones políticas y sus propuestas se explican las derivaciones de esta tendencia.

Así, James ha explicado cómo el sindicalismo peronista se ha hecho un lugar en los dos escenarios de la Argentina posperonista, el corporativo y el político-electoral. Lejos de “traicionar” –como afirman sus críticos y muchos investigadores– una esencia peronista rebelde e intransigente, expresó una de las maneras de la identidad de los trabajadores peronistas. Actuó de manera eficiente y moderada, pero sin poder evitar que su presencia llevara los conflictos –los socioeconómicos y los políticos– a un punto insostenible. James sostiene que aunque no se lo proponía específicamente, su actividad contribuyó a instalar y naturalizar la violencia política. El peronismo conservó y alimentó la tradición de la “resistencia”, en las prácticas y en la cultura de sus militantes “duros”, así como la alternativa de una resolución violenta de su condición de exclusión, a la que la obstinación de sus adversarios legitimaba. Incorporó a sus estructuras normales –las direcciones sindicales– aparatos profesionales violentos, y fue haciendo habitual la resolución de sus conflictos internos mediante la violencia. Contribuyó –junto con muchos otros– a esa suerte de “suma cero” que alimentó la convicción acerca de la inutilidad e imposibilidad de la salidas negociadas. 


c. El escenario representativo: democracia sin legitimidad


La Revolución Libertadora concluyó en 1958 con el restablecimiento de la democracia representativa, vigente hasta junio de 1966. En esos años las anormalidades fueron muchas –unas elecciones anuladas y un presidente depuesto, pero remplazado por su sucesor constitucional–, pero formalmente las instituciones se mantuvieron en pie. Sin embargo, este escenario representativo y democrático estuvo viciado por la proscripción del peronismo, el mercadeo de los votos peronistas disponibles, la inseguridad acerca de las normas de la competencia electoral y las reiteradas intrusiones de las Fuerzas Armadas, constituidas en tutela de los gobernantes electos. Las negociaciones políticas rara vez se desenvolvieron en los escenarios institucionales previstos.

En la década de 1960 esto no constituía un tema de interés académico o de debate público. Desde la cultura de izquierda, fortalecida por la Revolución Cubana, o desde una derecha inspirada en modelos autoritarios, se descreía de la “democracia burguesa” y se prefería estudiar los “factores de poder”: militares, sindicatos, empresarios, Iglesia. Era una convicción compartida por muchos de los protagonistas del escenario democrático representativo, que se movieron en él con una llamativa falta de convicción. Los antiperonistas más duros, que se autoproclamaban democráticos, apelaron permanentemente a la intervención militar para evitar el retorno de los proscritos. El presidente Frondizi, cuya frágil legitimidad se asentaba en el voto popular, logrado por un precario acuerdo electoral con Perón, no hizo ningún esfuerzo por fortalecer el escenario representativo.16

A principios de los años setenta, cuando se buscaba una salida política para la Revolución Argentina, Guillermo O’Donnell publicó un influyente artículo, donde explicaba que entre 1955 y 1966 se desarrolló un “juego imposible”.17 Dado un conjunto de reglas, garantizadas por las Fuerzas Armadas, la competencia partidaria no tenía sentido; las más importantes: los peronistas no podían ganar, podían votar por otro partido, pero éste no podía modificar la exclusión.18 Diez años después, luego del derrumbe del Proceso y en pleno proceso de construcción de la nueva democracia, surgió un nuevo interés por el tema de aquellos partidos, en lo que había sido la última experiencia conocida. En general se coincidió en que en esos años era dudosa la existencia de un “sistema de partidos”.19 Para Catalina Smulovitz, que estudió extensamente el período de Frondizi,20 una de las claves estaba en el comportamiento de la oposición. Dos variables de largo plazo obstaculizaron una política de partidos, en la que el perdedor tuviera un lugar legítimo y de alguna manera provechoso: la tradición facciosa de las grandes identidades políticas y la concentración institucional del poder, con la consiguiente indivisibilidad de sus beneficios. En ese contexto, se explica que los derrotados ejercieran una oposición virulenta y desleal, que contribuyó a facilitar y justificar la intervención militar.

Estos estudios, provenientes del campo de la ciencia política, utilizan la perspectiva de la “elección racional”, en un contexto que es asimilado con el del mercado, caracterizado por la estabilidad y la previsibilidad. En distintos textos, Tulio Halperin Donghi ha colocado este problema en una perspectiva más amplia, que condensa en un breve y provocador ensayo de 1994.21 De acuerdo con su tesis principal, la “revolución peronista” engendró actores que sobrevivieron a las efímeras condiciones de su nacimiento, agotadas ya en 1949, y resistieron con eficacia; el combate estaba perdido en el largo plazo, pero en lo inmediato podían obtener múltiples ventajas. Por otra parte, coloca al peronismo en la larga serie de movimientos de líder, cuya legitimidad se basa en la eficacia de la administración del estado, en la invocación de la unidad y en la articulación de un consenso que no se manifiesta principalmente en las urnas.

Hipólito Yrigoyen y Perón compartieron esta postura de asumir la representación del pueblo, con la consiguiente denegación a sus adversarios de un lugar legítimo en la competencia política. Asumida alternativamente por unos y otros, esta posición –que Halperin Donghi enlaza con las tradiciones facciosas de la política del siglo XIX– lleva a la negación de la competencia política, y finalmente, a una violencia convalidada por la legitimidad plebiscitaria asumida, que puede quizá desplegarse simplemente en palabras y discursos pero que encierra su potencial traducción en otras formas más contundentes. Halperin Donghi agrega otra reflexión: la proscripción crea la situación ideal para un peronismo que en realidad había dejado de ser mayoría, que ve justificada su tradicional desconfianza por la “democracia formal” y que, carente de firmes convicciones democráticas, se mueve con facilidad en ese escenario vicioso.

En suma, los distintos autores mostraron cómo esta experiencia incompleta de una política de partidos contribuyó a la acumulación de elementos que desembocarán en la violencia de fines de la década del sesenta. La proscripción del peronismo llevó al límite la tradición facciosa de la política, consolidó la idea de la ilegitimidad del enemigo, y acumuló una masa de agravios en un sector muy amplio, que buscaba alguna satisfacción. El casi inexistente funcionamiento de las instituciones representativas impidió que los conflictos de intereses encontraran un ámbito donde pudieran dirimirse con otras reglas que las de la puja corporativa. Sobre todo, el ejercicio de esta democracia ficticia, proclamada como valor por quienes la negaban sistemáticamente, destruyó la ilusión y la convicción, un elemento vital para su funcionamiento. La democracia quedó así fuera del repertorio de opciones para quienes, poco después, se embarcarían en una experiencia inédita de transformación de la sociedad.


d. Militares, dictaduras y represión

Desde 1930, la intervención de las Fuerzas Armadas en las cuestiones del estado y la política ha sido permanente y de intensidad creciente. En 1930, 1943 y 1955 acabaron con gobiernos constitucionales y establecieron otros provisionales; en los años siguientes custodiaron a los gobiernos civiles e intervinieron para cambiar sus políticas; en 1966 y en 1976 asumieron el poder con el propósito de introducir cambios institucionales profundos y duraderos.

En los años sesenta y setenta las explicaciones dominantes, de matriz sociológica, ubicaban el tema de las Fuerzas Armadas argentinas en el contexto del militarismo latinoamericano. La recurrente intervención militar fue relacionada desde una perspectiva que salteaba las mediaciones políticas, con el intento de corregir una participación política popular excesiva y defender los intereses de la oligarquía, o bien de las “clases medias”.22 Más pertinentes resultaron los modelos del pretorianismo y el neo institucionalismo. El primero señaló la decisión de los militares para intervenir, como un actor más, en la competencia política. El segundo aludía a una forma específica de esa intervención: introducir cambios institucionales profundos, si se trataba de defender la seguridad nacional.

Ambos modelos están presentes, de manera combinada, en los XX excelentes trabajos de Robert J. Potash y Alain Rouquié, que van más allá de su objeto estricto y proponen explicaciones complejas de toda la historia política del siglo. La obra de Potash23 se caracteriza por la riqueza, solidez y originalidad de su información, buena organización narrativa y explicaciones quizás algo simples. Para Potash, los oficiales de las Fuerzas Armadas adhieren a algunas grandes corrientes político ideológicas –luego de 1955, fueron los “nacionalistas” y los “liberales”–, cuya confrontación explica tanto las disputas internas como las afinidades con diferentes grupos civiles. La intervención militar es sobre todo el resultado de la convocatoria de los políticos, reiteradamente fracasados en su propósito de establecer un régimen legítimo y ordenado.

El planteo de Rouquié24 es más complejo. Coloca a las Fuerzas Armadas en el centro de tres grandes problemas: el de las fuerzas políticas, el de los intereses corporativos y el de las tradiciones ideológicas. Sobre el primero, Rouquié señala que desde 1930 las Fuerzas Armadas se consideran actores legítimos de las contiendas políticas, dispuestas a intervenir en favor de los “vencidos por el sufragio universal”; a la vez, todos los grupos políticos apelaron en algún momento a los militares para revertir un resultado adverso, soñando con “el coronel propio”. La lucha facciosa justificó la recurrente intervención militar, pero a la vez introdujo las divisiones facciosas en el interior de las Fuerzas Armadas. Así, éstas profundizaron los conflictos que decían venir a atemperar, e inyectaron en la vida social dosis crecientes de violencia, como ocurrió con los bombardeos a civiles de 1955, los fusilamientos de 1956 o el Plan Conintes de 1959.

Por otra parte, Rouquié relaciona las intervenciones militares con el conflicto de intereses corporativos en torno del estado: la intervención militar de 1966 se habría propuesto ordenar la lucha de todos contra todos y consagrar la victoria de uno. En el mismo sentido, Guillermo O’Donnell relacionó esa intervención con un proyecto que combinaba acelerada modernización económica y fuerte exclusión social y política, y en relación con las distintas dimensiones del “nuevo orden”, caracterizó de manera esquemática distintas corrientes militares, que denominó paternalista, liberal, nacionalista y autoritaria.25

Rouquié traza una genealogía más extensa y matizada de esas posiciones, e introduce la cuestión de las tradiciones ideológicas. El Ejército de principios del siglo XX se definió como una institución estrictamente profesional, apartada de la política y consagrada a velar por la seguridad del estado. Sobre esa base, explica el desarrollo durante las guerras mundiales de la “ideología del Estado Mayor”, la idea de autarquía y la “doctrina nacional”. Rouquié considera que el peronismo fortaleció esa idea, pero a la vez la debilitó, al introducir la política facciosa; desde 1955, la situación del peronismo proscripto dividió a las Fuerzas Armadas, tal como se manifiesta en la agitada historia política de esos años. Para Rouquié, la cuestión pierde importancia con el advenimiento de la Doctrina de la Seguridad Nacional, que colocó al comunismo en el centro de las preocupaciones. Señala dos vías de implantación de esa doctrina: las escuelas militares estadounidenses y los asesores militares franceses, con experiencia en Indochina y Argelia, vinculados con intelectuales provenientes del integrismo católico.26

Paralelamente, las Fuerzas Armadas hicieron sus aportes a la construcción de una cultura política violenta. Antes de 1955, el uso de la violencia represiva existió pero fue esporádico, aunque la adopción del nacionalismo y su combinación con el catolicismo integral incluyó un elemento virulento: el combate del enemigo entendido como una “cruzada”. Luego de 1955 se utilizaron contra el peronismo prácticas represivas de un nivel superior: los fusilamientos de 1956 o el Plan Conintes de 1959, que generaron la idea de una deuda por “la sangre derramada”. Finalmente, el alistamiento para la lucha antisubversiva introdujo y naturalizó el método de la tortura, único posible –se entendía– para librar una guerra no convencional, contra un enemigo no identificado. El repertorio de instrumentos que las Fuerzas Armadas desplegarán desde 1976 estaba disponible diez años antes.


e. Tradiciones ideológicas y culturales

Dos tradiciones ideológicas se radicalizan en los años sesenta y concurren, combinadas de diversas maneras, a los enfrentamientos de principios de los setenta. Una viene de la tradición liberal y progresista de izquierda y otra de sus antípodas: la reacción antiliberal de matriz católico integrista.

Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano han sintetizado el cuadro general, en un texto que constituye una útil introducción al problema.27 El tema del peronismo se ubicó en el centro del debate de los intelectuales progresistas, que en algo más de una década, entre 1955 y 1966, pasaron de las posiciones reformistas iniciales a otras claramente revolucionarias. En el contexto de una rápida modernización cultural y científica, que vinculó a los grupos locales más activos con sus similares de Europa y los Estados Unidos, los renovados discursos intelectuales y culturales quedaron atrapados por el torbellino de la idea revolucionaria y perdieron su especificidad. Sarlo examina los distintos campos. En el de la ciencia, el debate sobre la excelencia en la investigación se deslizó a la discusión sobre el denostado “cientificismo”, la contribución de la ciencia a la dependencia y su eventual aporte a la liberación. En la Universidad –principal foco de la renovación cultural de los sesenta– las discusiones sobre su autonomía, función específica y vinculación con la sociedad –a través, por ejemplo, de la “extensión universitaria”– dejaron paso a visiones más instrumentales acerca de su contribución a la revolución en términos de militancia, concientización y organización de cuadros. Un proceso similar se dio con las artes: el interés por los desarrollos de las vanguardias derivó en cuestiones acerca de la inserción de los artistas en un proceso revolucionario y liberador.

Claudia Gilman28 estudió el doble impacto de la modernización y de la revolución entre un grupo de escritores latinoamericanos, devenidos en intelectuales revolucionarios. Esta prolija monografía se apoya en una minuciosa reconstrucción de fuentes, especialmente la correspondencia que circuló alrededor de la Casa de las Américas en Cuba. Su punto de partida es el “boom de la literatura latinoamericana”, un fenómeno de la crítica y del consumo cultural de masas que convirtió a un conjunto de escritores en un grupo reconocido; su identificación se consolidó por su fuerte solidaridad con la Revolución Cubana y sus estrechas relaciones con la Casa de las Américas. Gilman muestra cómo estos escritores fueron pasando del progresismo al compromiso, y de allí a la adhesión a la revolución como alternativa política para toda América Latina. A la vez reconstruye la pérdida de cohesión del grupo, cuando las posiciones críticas, propias de los intelectuales, chocaron con las exigencias de disciplina y solidaridad estricta por parte del gobierno cubano. Hubo quienes optaron por conservar su independencia, y su buena relación con un mercado editorial que los consagraba, y quienes se definieron como “revolucionarios”, criticaron el “intelectualismo” y afirmaron la necesidad de identificar la vida práctica con los valores proclamados. Se trataba de alinear sus posiciones intelectuales con los imperativos políticos, y también de cuestionar qué y cómo se escribía, cuáles eran las formas y géneros que mejor contribuían a la revolución, y en un extremo –de allí el título elegido por Gilman– también de empuñar el fusil.29

En un estudio que se ha convertido en la principal referencia sobre el tema, Oscar Terán30 ha trazado la trayectoria de un grupo que ilustra otros aspectos de esta transición. Lo denomina, con deliberada indefinición, la franja crítica de intelectuales y políticos de la izquierda. Entre 1955 y 1966 pasaron de integrar el frente antiperonista a organizar la nueva izquierda; muchos de ellos también pasaron de posiciones de “intelectuales críticos” a la de “intelectuales orgánicos” de los partidos armados. Terán señala las estaciones de ese tránsito, hasta las vísperas de ese cambio, en tiempos de Onganía, así como las conexiones con corrientes parcialmente afines, que van convergiendo en un núcleo de convicciones compartidas. En primer lugar, el descubrimiento del problema del peronismo, que es y no es la “clase obrera, es decir el sujeto revolucionario.31 La acelerada modernización cultural está en el origen de esta historia; la hipótesis es aceptada prácticamente por todos quienes han estudiado este período. Pero tal hipótesis plantea a la corriente de izquierda otra pregunta compleja, pues encuentran una tensión entre el avance de la tradición progresista, y su inclusión en el universo cultural de las metrópolis. El marxismo, núcleo organizador de sus convicciones, se encuentra en plena ebullición, abierto a otras tradiciones marxistas –Gramsci,32 Trotzky, Mao– y también al estructuralismo, el “cepalismo”, la “teoría de la dependencia” o el progresismo católico. El tema del imperialismo abre el diálogo con la corriente nacionalista antiliberal, que también se encuentra en proceso de ruptura con sus matrices. La Revolución Cubana instala en ese imaginario común la posibilidad de la revolución y acentúa en todas las interpretaciones fundadas en el marxismo su costado voluntarista. El “trabajador”, sujeto revolucionario por excelencia, ayuda a tender puentes hacia el peronismo, que es la identidad política, no necesariamente definitiva, de los trabajadores reales. A fines de 1960, subraya Terán, todavía no se trata del “guerrero”: la adhesión al modelo cubano es más genérica que estricta. Sin embargo, ya está instaurada la idea de que la democracia es parte del liberalismo burgués que opera como velo de los auténticos intereses del trabajador; su eliminación –operada por la dictadura militar de 1966– es en definitiva beneficiosa para su causa. Mientras este grupo de intelectuales y políticos se radicaliza, la dictadura de Onganía, respaldada en el núcleo autoritario y tradicionalista, achica las diferencias del campo contestatario y lo prepara para su lanzamiento a la acción en los años setenta.33

Silvia Sigal,34 que traza un recorrido similar al de Terán, agrega a este complejo grupo a los intelectuales nacionalistas que en los años 1960 realizaron un aporte sustantivo a la “izquierda nacional”. Hernández Arregui, Jauretche o J. M. Rosa aportaron las ideas sustantivas del bagaje nacionalista tradicional: una elite ajena a la tradición nacional, y una historia de luchas del pueblo por su liberación. Agregaron dos elementos novedosos: el del imperialismo económico y la relación entre la cuestión nacional y la popular. Era fácil que se encontraran con quienes, desde el marxismo, descubrían la importancia de la cuestión nacional y del peronismo; el “pueblo peronista” permitía salvar el hiato entre pueblo y clase obrera. Así, la “izquierda nacional” fue uno de los cauces mayores en la confluencia de distintas tradiciones contestatarias.

Sigal relativiza la cuestión de la subordinación de los intelectuales a la lógica política, señalada entre otros por Gilman; no ve en ello la desaparición del intelectual sino por el contrario, su culminación. El camino iniciado en los sesenta culmina en los setenta con “la primacía de la política”: la supresión de las mediaciones sociales e institucionales; lo que queda es la soberanía de la idea y la “ilusión de la política”: devenidos en políticos, los intelectuales pueden hablar y actuar sin trabas, en nombre de alguna Razón: la marxista, la peronista, la católica.

La Razón católica –como se verá, fue muy importante en la conformación de Montoneros, el principal partido armado de los setenta– remonta al integrismo católico de los años treinta, estudiado por Loris Zanatta, cuyas obras han modificado sustancialmente la interpretación de esta corriente de pensamiento.35 Zanatta ha mostrado que el mito de la “nación católica”, elaborado por entonces, incluye una historia –la Argentina ha sido esencialmente católica–, una propuesta: reorganizar el estado y la sociedad de acuerdo con los principios cristianos, y una virulenta crítica al estado liberal, juzgado caduco, y a la sociedad moderna, fuente de infinitos males. Es la doctrina de una Iglesia militante y triunfante, que se expande en su organización y avanza sobre frentes variados: la educación, el mundo de los trabajadores y principalmente el Ejército, al que catequiza con éxito y conquista casi definitivamente. Sus huestes se organizan con espíritu de cruzada: tal la función de la Acción Católica; la violencia verbal apenas contiene la violencia física, juzgada legítima. Por esa vía, la militancia católica encuentra en los años treinta y cuarenta múltiples puntos de contacto con distintos grupos nacionalistas, que han llegado al mismo lugar por influencia del fascismo.

Para Zanatta, el golpe militar de 1943 constituye el momento culminante de esta corriente; luego, la experiencia peronista es ambigua –las ideas totalitarias del peronismo sólo coinciden en parte con las de la Iglesia– y termina siendo negativa. Luego de 1955 la historia es mucho menos lineal.36 El núcleo católico integral mantiene sus posiciones en la Iglesia y conserva su influencia, particularmente en las Fuerzas Armadas; con Onganía, puede sustentar en 1966 una tentativa de reorganización de la sociedad en términos corporativos y tradicionalistas, e incluso legitimar la represión en 1976, en nombre de la “nación católica”. Por otra parte, en una vasta zona del catolicismo –laicos y eclesiásticos– se instala un malestar, que el Concilio Vaticano II consagra; abarca desde cuestiones litúrgicas o pastorales a problemas como la inserción de la militancia católica en los conflictos de la sociedad, e incluye la relación entre un cristianismo que se quiere renovar y el “pueblo peronista”. El desarrollo de esta tendencia se hará manifiesto luego de 1966, y se analiza más adelante.

La etapa anterior a 1966 está todavía poco estudiada: la movilización católica contra Perón de 1954, la transferencia de esa militancia a grupos nacionalistas, como los del periódico Azul y Blanco, la experiencia movilizadora de las campañas en defensa de la enseñanza “libre” en 1958.37 Particularmente importante es el grupo Tacuara, que fue una especia de estación para militantes nacionalistas católicos que luego tomaron rumbos diferentes y hasta notoriamente opuestos, pero que sin embargo tenían una matriz común en una cultura política que valoraba la violencia.38 En suma: la matriz católica aporta a distintos bandos políticos una similar tradición; ésta combina el catolicismo integral, la militancia y la acción regeneradora, que incluye la violencia como uno de sus recursos.